Una de mis películas de Disney favoritas, de mi infancia, era La Bella y la Bestia. La debo haber visto un millón de veces. Me sabía las canciones, los diálogos. Me gustaba Bella, me gustaba Lumiere y la señora Pott, la inocencia de Chip y Bestia descubriéndose humano.
Me gustaba la idea del amor que transforma, que cura y que arriesga. El amor que no sabe de miedos. El amor de Bella por el padre, el amor de Bestia por Bella. El amor de los que compartían todos los días con el príncipe, antes de que fuera Bestia, aún lleno de defectos. Ellos podían ver más allá de su mezquindad y egoísmo. Así también lo hizo Bella. El amor da oportunidades, el amor perdona. Todo eso en una película que debo haber visto cuando tenia 5 años.
Ir a Strasbourg, ir a Colmar fue recordar que las historias salen del mundo real, se inspiran ahí, que existen Bellas, que existen Bestias, que existe ese pueblo en donde ella era diferente, en donde ella eligió seguir siendo diferente.
Obvio que estos paseos fueron escuchando el soundtrack de la película. En serio. Canté Bonjour, ¿y qué? .
