Acá, en Internet, somos todos felices, espectaculares, exitosos… y aunque por momentos podríamos creer que los otros sí lo son, sabemos que existen también los días malos. Ese día, el 11 de junio, fue el peor día del viaje. ¿A que no saben dónde lo empecé? En un hospital, claro. Me encanta conocer los sistemas de salud de los países que visito. 😒
Hacía días que tenía un dolor en el cuello que aunque me automediqué e hice lo imposible porque se me fuera, sólo empeoraba. Quizás caminar 10 horas por día con una computadora en la espalda tendría consecuencias. Cuando el dolor empezó a ser insoportable contacté al seguro médico. Después de un millón de vueltas, como no puede ser de otra manera, me informaron, mientras yo estaba paseando por el Capilano Bridge Suspension Park, a donde tenía que ir. Me dieron la dirección del hospital y terminado mi paseo hacia ahí fui.
Cuando llegué, mientras estaban ingresando mis datos me pidieron 1200 dólares canadienses. Risas. Está claro que no pensaba pagarlo pues por eso es que siempre tengo un seguro médico. Me vuelvo a comunicar con la asistencia y luego de un rato largo me mandan a otro hospital. Ya era casi medianoche y un día hermoso estaba terminando.
El segundo hospital estaba bastante lejos. Bondi mediante llegué. En cuanto me anuncié me llamó una enfermera, me preguntó qué tenía, le expliqué, llenó una plantilla y volví a salir. Me llamaron desde un escritorio, me senté, me volvieron a preguntar qué tenía y me hicieron firmar varios papeles, me pusieron una pulserita con mi nombre y me hicieron pasar a una sala de espera incómoda y fea, como la de cualquier hospital del mundo. Estuve más de una hora ahí aburrida y fastidiada. Por primera y única vez en ese viaje me sentí muy sola. Para evitar preocupaciones había obviado comentar que hacía días no me sentía bien. Nadie sabía que estaba ahí, excepto mi hermano quien, con su basta experiencia con este seguro médico por @trayectoriasenviaje, me iba diciendo cómo lograr que me dieran bola. Esperé, esperé y seguí esperando.
Finalmente me llamaron: “Maria Bourguet”. Con algo de delay respondí a ese nombre. Pasé a un lugar parecido al de la guardia del hospital público de Londres. Era una gran sala con cortinas y camillas. Me hicieron pasar a una que estaba llena de frazadas. Dejé mi mochila abajo y me apoyé sin sentarme. Una enfermera me volvió a preguntar que tenía. Era claro que era una contractura. No necesitabas ser médico para saberlo. Se va ella, vuelve un doctor. Se repite el diálogo. “No señor, no me golpeé, fue progresivo y no puedo mover el cuello“. “No, no soy alérgica a ningún medicamento“. “Vine en bus, no tengo auto acá“. Se fue. A los diez minutos volvió otra enfermera con un tarrito con no menos de 5 pastillas y un vaso de agua. Le pregunté qué era y de manera bastante antipática me dijo que era lo que el médico me había indicado. No muy convencida me lo tomé mientras ella me miraba. Yo seguía parada, apoyada sobre la camilla, sin saber si estaba esperando algo. A los minutos se me empezaron a cerrar los ojos. Por más fuerza que hiciera, no podía evitarlo. Una enfermera pasó y vio la escena. Me dijo que me acostara en la camilla. Me hice un bollito en el espacio que estaba libre, me acosté y me tapé con mi campera. Tenía mucho frío. Lo último que registré es que alguien cerró la cortina. Me desconecté del mundo.
Una hora después (o andá a saber cuánto tiempo pasó) una enfermera me despertó. Me preguntó si me seguía doliendo el cuello. Le dije que si… No sentí ningún cambio más allá de no poder mantener los ojos abiertos. Me dijo que ya haría efecto, me dio una receta y me dijo que enfrente había una farmacia abierta a pesar de que eran las 3AM. Los recuerdos son bastante borrosos. Salí a la calle sin entender mucho qué estaba pasando. Entré a la farmacia y entregué la receta. Me dio los frasquitos con la droga indicada. Era pseudo morfina. ¿QUÉ? ¿EN SERIO? Para una contractura me habían recetado tomar dos veces por día morfina. Por suerte (?) me habían aclarado que me iba a dar sueño. El señor farmacéutico se dio cuenta que estaba re puesta y me preguntó si ya había tomado algo. Le dije que en el hospital me habían medicado. Me preguntó si estaba sola y a dónde tenía que ir y se ofreció a pedirme un taxi. Acepté. Me daba cuenta que estaba en un lugar desconocido, en un idioma que no era el mío, que era de madrugada y que mis posibilidades de reacción eran casi nulas. Tuve miedo. Vino el taxi, dije el nombre del hostel e hice mucha fuerza por permanecer despierta durante el viaje. Llegué y me acosté en la cama vestida como estaba. Me desperté 8 horas después sin entender demasiado qué había pasado. Lo único que sabía era que seguía tan dolorida como el día anterior.
La historia siguió. Emails y llamadas al seguro médico. Visita a una clínica que estaba cerrada, a otra que estaba en la otra punta del mundo. El dolor seguía. Me fui a un parque y me senté a ver el atardecer mientras llorisqueaba. Quería un abrazo, quería sentirme bien, quería seguir mi viaje sin dolores. Eso tuvo que esperar varios días más. Mientras tanto decidí no volver a tomar eso que, de manera bastante liviana, me había indicado el primer médico. Confié en que todo pasa y que el día siguiente sería un nuevo día.