Viajar para mí significa muchas cosas. Una de ellas es desafiar nuestra capacidad de asombro, esa que quizás cuando crecemos se pierde. Reconocer que hay un mundo mucho más allá de nuestro ombligo y que puede dejarnos sin habla, atónitos, sonriendo solo porque existe y nosotros podemos ser testigos. Creer en lo increíble, de eso se trata.

Ayer manejé en una de las supuestas mejores rutas del mundo de Jasper a Banff. No conozco tantas rutas como quisieras pero sin dudas para mí fue la mejor. Intentar describirla me resulta casi frustrante aunque tengo que reconocer que esa sensación de que algo está por fuera del lenguaje, fuera de lo que podemos describir con las palabras que conocemos, me gusta, lo hace único. Cataratas, cañones, cascadas, montañas nevadas o llenas de árboles también de piedras, animales salvajes, glaciares (sí, en plural), un cielo azul pero con nubes que dibujaban sombras en las montañas, precipicios, lagos y ríos de distintos colores, curvas que te dejaban descubrir de a poco todo eso que vive ahí, todos los días, en perfecta armonía. Casi 300km que incluyeron varias paradas y caminatas, un almuerzo, una siesta y algún pedazo de chocolate (justo y necesario). Permanecí en silencio, contemplé, canté, charlé, me reí y hasta quizás lloré.

Cuando las emociones no entran en el cuerpo es cuando se nos empieza a llenar el alma. Por suerte para eso no hay medidas, ni límites, tampoco fecha de vencimiento. Este domingo va a estar para siempre conmigo. Para siempre. 🙌

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